Cuando el visitante se convierte en arte II
Por Natasha Gougeon.
El arte interactivo, por naturaleza, exige la participación de la audiencia para poder cumplir su propósito; nos incita a construir una iteración de la obra en conjunto, tanto como comunidad como a nivel individual. Esto implica no solo la importancia intrínseca del público-artista como instrumento de realización, sino que también se convierte en una poderosa herramienta para transmitir conceptos de importancia social, política y filosófica, estableciendo un camino a través del cual llevar a cabo divulgación, discusión y crítica; pero también para transmitir aspectos de la naturaleza humana, explorar el mundo y jugar en él.
La participación es atractiva, apela al deseo humano de pertenecer, y por ese motivo el arte interactivo es tan eficiente en su labor: el observador que podría haber dado un vistazo breve a una pintura al óleo, a una escultura, a un dibujo, ahora se encuentra intimidado por la inmensidad de mil millones de semillas de girasol, hechas en porcelana, vertidas sobre el suelo de la Sala de Turbinas en la galería Tate Modern: el observador debe atravesar la sala para llegar a su siguiente destino, pisar esas frágiles esculturas y repercutir de forma irreparable sobre la obra.
Ai Weiwei, artista chino, crea la obra Semillas de Girasol (2010) para denotar los conceptos de magnitud y homogeneidad en su país natal. Cuando se observan de cerca, cada semilla de porcelana es única, pero de lejos, se trata de una superficie homogeneizada, sin aspectos que distinguen una de la otra, pero que causan una profunda sensación de inmensidad. Ai busca ilustrar la exigencia del partido comunista chino que obliga a cada semilla individual a perderse en el conjunto, y subraya así la imposición de conformidad y censura por parte del gobierno. Al mismo tiempo, logra generar con la inmensidad del proyecto una percepción tangible de que el conjunto, es decir, el pueblo Chino unido, podría usar sus abundantes números para derribar al partido que se encuentra en el poder. Ai Weiwei consigue expresar la injusticia, la belleza, el poder y las posibilidades del futuro con una única, pero monumental, obra.
Mientras, otros artistas contemporáneos logran expresar conceptos y preocupaciones complejos recurriendo a diferentes recursos, Marina Abramović, artista yugoslava, en su obra La Artista Está Presente (2009) utiliza su propio cuerpo y su mirada para exigir la absoluta presencia de sus visitantes co-artistas. La sala es amplia y austera, en su centro una mesa con dos sillas y, sentada vestida de rojo, encontramos a Abramović; inmóvil, presente, exigiéndose a sí misma siete horas de estatismo al día por un periodo de tres meses. Abramović parecería no hacer nada particularmente complejo o especial, pero revisando su documental homónimo con la obra, podemos observar que su dedicación al público genera emociones profundas.
Los visitantes, quienes uno a uno contribuyen a la culminación de una obra diferente al sentarse frente a Abramović, se ven conmovidos hasta las lágrimas, parecieran desesperarse o ponerse nerviosos; se ríen, se divierten, e incluso uno de ellos pierde los estribos, gritando, quizás buscando atención, quizás intentando instigar a Abramović, o quizás incitado por la fuerza de la obra en sí. También hay aquellos que toman su lugar frente a la artista y pasan su tiempo observándola para, eventualmente, retirarse sin demostrar nada fuera de la norma — su experiencia emocional interna, reservada, pero no por eso menos imponente.
Abramović logra entonces, con el uso de su cuerpo, la inversión de su tiempo y la focalización de su atención, ofrecer una vulnerabilidad propia que arranca de su público emociones inesperadas e incitan a la empatía y a la auto-reflexión, en una época en la que, cada vez más, el individuo es consumido por las demandas de una vida saturada de información, rápida, en la que estar presentes en el momento se vuelve una ardua labor. Abramović nos invita a respirar y a existir, a compartir con otro ser humano sin ningún fin más que el humano mismo.
Por otro lado, el intercambio de información y la rapidez que marcan nuestros días no es únicamente un aspecto aberrante de la era moderna, sino que sirve también con el propósito de mantenernos conectados, incluso cuando el mundo físico se detiene súbitamente. El artista mexicano-canadiense Rafael Lozano-Hammer reflexiona sobre la pandemia del Covid-19 con su obra Una Grieta en el Reloj de Arena (2020). Se trata de un plotter, o trazador, modificado: en vez de utilizar tinta como una impresora, podemos observar lo que parece ser la parte superior de un reloj de arena, conectado a un brazo mecánico que traza y dibuja con la misma arena que vemos dentro de la cápsula de vidrio.
Las imágenes, plasmadas efímeramente, son de aquellos perdidos durante la crisis de salud del Covid-19. Los visitantes a la galería, así como los internautas que acceden al sitio web proporcionado por el artista, pueden enviar las fotografías de sus seres queridos para luego verlas dibujadas en persona, o a través de las dos cámaras que capturan el constante trabajo del trazador-reloj. Una vez terminada la imagen permanece sobre la superficie por unos instantes, es fotografiada, y luego la arena es vertida en un recipiente interno para ser reutilizada en el siguiente dibujo. Todas las imágenes están constituidas de la misma, ciclante, arena, y todas las fotografías son expuestas en la pared de la galería y en el sitio web.
Lozano-Hemmer, con su obra Una Grieta en el Reloj de Arena, nos unifica a través de la pérdida común de aquellos que sobrevivieron a la pandemia. El artista nos insta a estar presentes mientras se plasma la imagen del ser querido. También nos entrega una herramienta: el sitio web, que se convierte en un lugar-espacio donde compartir un momento de duelo, en una época en la que no era posible acudir a velorios y funerales debido a las severas restricciones sanitarias.
La elocuencia de la obra de Lozano-Hemmer no se limita a lo más literal; el artista también nos habla a través de lo simbólico: la arena como material de creación, constituida por incontables granos; el reloj como el tiempo a nuestra disposición; la momentaneidad como una verdad irrefutable. El autor apela a su público a través de estas emociones complejas, transformando el cariño, el duelo y la unidad en elementos clave de su creación. Sin la participación del público, no habría obra.
El arte interactivo, entonces, se demuestra como una expresión artística en la cual la audiencia se convierte en protagonista, invitada a ser partícipe de la creación de significados que trascienden las fronteras de lo unilateral. Las obras de Ai Weiwei, Marina Abramović, Rafael Lozano-Hammer, y muchos otros que exploran la interactividad en sus trabajos, nos recuerdan que la creación artística no se limita a la obra en sí, sino que culminan con la esencial contribución de la audiencia. Las frágiles semillas de girasol exigen el paso, la mirada de Abramović demanda atención, y la arena del trazador-reloj ansía dibujar seres queridos.
Estas experiencias e intercambios no tratan únicamente sobre los conceptos de identidad, pérdida e introspección, sino que nos confrontan con la fragilidad y la fortaleza de nuestra humanidad, nos recuerdan los parámetros de las posibilidades a medida que las exploran. El arte interactivo, así, se transforma en un tejido colectivo de significados, fomentado por el rico intercambio entre artista y audiencia en un escenario en el cual las emociones y experiencias del uno y del otro se entrelazan, las fronteras se borran y la autoría de cada intercambio es compartida. El público deja de ser un espectador pasivo y se transforma en parte esencial de la obra.